La Zarzuela recupera a Sebastián Durón

ANDRÉS IBÁÑEZ Madrid

¿Será esta una de esas críticas que consisten en una larga lista de alabanzas? La «recuperación» (odio esa palabra) de dos óperas de Sebastián Durón, de cuya muerte se cumplen este año tres siglos justos, sería la primera. Salidas de la época más oscura y desconocida de nuestra cultura, estas óperas vibrantes y bellísimas nos demuestran, contra toda evidencia, que España no es un sueño, que existió ¡y que, por tanto, existe!

«La guerra de los gigantes« y «El imposible mayor en amor, le vence amor» (****)Música: Sebastián Durón. Escenografía: R. Sánchez Cuerda. Vestuario: Jesús Ruiz. Dirección musical: Leonardo García Alarcón. Dirección teatral: Gustavo Tambascio. Intérpretes: Mercedes Arcuri, Giuseppina Bridelli, Mariana Flores, Vivica Genaux, María José Moreno, Coro del Teatro de la Zarzuela, Cappella Mediterránea.Lugar: Teatro de la Zarzuela, Madrid.

Olvidemos la longitud inconcebible de la noche (¡dos óperas, una tras otra!) y el libreto incomprensible de La guerra de los gigantes. La magia comenzaba en el foso, en las manos expresivas de Leonardo García Alarcón, un gran director que combina precisión y éxtasis, y su gran conjunto, la Cappella Mediterránea, y luego se adueñaba del escenario en un elenco vocal sin fisuras: Mercedes Arcuri, Giuseppina Bridelli y Mariana Flores derrochando belleza vocal, esta última impresionante en su papel de Hércules; el dúo de Vivica Genaux (Júpiter) y María José Moreno (Juno), belleza sobre belleza, quizá el momento más emocionante de la noche, el Amor de la siempre cristalina Beatriz Díaz, incluso un papel menor como Siringa interpretado con brillantez por Lucía Martín-Cartón.

La magia estallaba, ya en forma de asombro, en las maravillosas escenografías de Ricardo Sánchez Cuerda y en el vestuario de Jesús Ruiz, dios del Olimpo de los figurinistas. Nunca, en toda mi vida, he visto un vestuario tan bello. ¡Qué poesía del color, de la forma, del material, del pliegue, del estampado, qué inteligencia, qué magia!

Con todos ellos, Gustavo Tambascio ha logrado una (nueva) proeza en su larga carrera de director de ópera al proponer dos montajes totalmente distintos: el primero, una versión muy libre y moderna, con ninjas y gigantes de videojuego, y el segundo, donde ha tenido el valor de ofrecer una versión absolutamente barroca e «histórica», un ensueño teatral que nos sumerge en otro mundo y que nos producía durante la larga, extenuante representación, la sensación de estar literalmente soñando, perdidos en un mundo de fantasía donde las leyes de la gravedad y del tiempo desaparecían y donde, como asegura la física, todo era luz. Tambascio lo ha apostado todo en este sueño, que era radical y radicalmente arriesgado, y ha triunfado. Salimos del teatro con la sensación de que lo que hemos visto esta noche no volveremos a verlo nunca.

 

 
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