Con un eco más literario que cinematográfico (el corpus gauchesco es mucho más extenso que lo que haya elaborado el cine hasta el día de hoy), El desierto negro –en competencia en Bafici 2007– se asoma como un intento noble de contar en imágenes un mundo bastante ignorado y olvidado. Se ha hablado de este film como un western gaucho pero quizá la necesidad de los encuadramientos y encasillamientos, como siempre, restringe más que ayuda a comprender. Un hombre es asesinado y un pequeño es testigo involuntario del hecho. Este prólogo o marco de la historia se retoma al final para explicar una vida y una muerte en una especie de círculo cerrado. Estamos en el siglo XIX y “el país” son sólo algunas ciudades y un interior que aún no se ha incorporado a “la vida civilizada”. Vive en la barbarie. Fortines como última punta de lanza del mundo conocido y los indios al acecho, o resistiendo, según se quiera ver. Lo cierto es que lo que El desierto negro tiene para mostrar es algo novedoso. El protagonista más que un Martín Fierro o un Juan Moreira parece un Hamlet que carga un destino que será su única teleología: la venganza por una muerte. Una obsesión es su motor, y se convierte en un fuera de la ley.